10 de gener del 2006

B o n
a n y !

Comencem amb un article interessant i provocador.


África, un desacuerdo navideño con Bono

PAUL THEROUX

EL PAÍS - Opinión - 27-12-2005

Es posible que Paul Hewson -que se llama a sí mismo Bono- sepa cantar. Pero ¿y todo lo demás? Seguramente hay cosas más irritantes que recibir arengas sobre el desarrollo africano de un cantante de rock irlandés, millonario, semiculto, de nombre ridículo y con sombrero vaquero; pero en este momento no se me ocurre ninguna. Si la Navidad, la época de las historias lacrimógenas, ha hecho que me vuelva un Scrooge, en Bono reconozco a su equivalente dickensiano, la señora Jellyby de Bleak House (Casa desolada). La señora Jellyby, que no para de hablar sobre su pueblo adoptivo de Borrioboola-Gha, "en la orilla izquierda del río Níger", trata de salvar a los africanos financiándoles "para que fabriquen patas de piano y creen un negocio de exportación", al tiempo que acosa sin cesar a la gente para pedirle dinero.

Ése parece ser el destino de África, ser escenario de palabras huecas y gestos públicos. Pero lo que más destaca de los famosos dedicados a mejorar África es la necesidad que muestran de mejorar su propia imagen. Los que tratan de arreglar África tienen muchos más fallos que el propio continente. La idea de que África padece problemas insolubles y sólo puede salvarse gracias a los famosos y los conciertos benéficos es una noción destructiva y engañosa.

Quienes, hace más de 40 años, trabajamos como maestros del Cuerpo de Paz en las zonas rurales de Malaui, nos sentimos llenos de consternación cada vez que regresamos, así como con cada noticia que nos llega de aquel desafortunado país. Pero nos quedamos todavía más horrorizados ante la mayoría de las soluciones propuestas. No me refiero a la ayuda humanitaria, las labores de auxilio en las catástrofes, la educación contra el sida ni los fármacos asequibles. Tampoco estoy hablando de los esfuerzos a pequeña escala y que son objeto de un seguimiento minucioso, como la escuela de Oprah o la Aldea Infantil de Malaui. Me refiero a la plataforma Más Dinero. Hubo un tiempo en el que ésta parecía la respuesta, pero ya no. No estoy dispuesto a enviar dinero privado a una organización asistencial, ni ayuda exterior a un Gobierno, si no se explica en qué se gasta cada dólar que se envíe, y eso no ocurre nunca. Mandar más dinero a la vieja usanza no sólo es un despilfarro, sino que es estúpido y perjudicial, y además no tiene en cuenta varios factores evidentes.

Malaui tiene peor nivel educativo y está más asolado por las enfermedades y los servicios deficientes que cuando viví y trabajé allí a principios de los sesenta, pero no por falta de ayuda exterior o dinero de donantes. Es un país que ha contado con la presencia de muchos miles de maestros, médicos y enfermeros extranjeros, ha recibido enormes cantidades de dinero y, sin embargo, ha pasado de ser un país prometedor a ser un Estado fallido.

A principios y mediados de los sesenta creíamos que Malaui tendría pronto suficientes maestros autóctonos. Y así habría sido si el Cuerpo de Paz no hubiera seguido enviando maestros durante décadas. El país les daba la bienvenida porque significaba que los estadounidenses iban a enseñar a las escuelas de las zonas rurales, algo que ellos detestaban, y que, a cambio, los ciudadanos más preparados podían emigrar. Los habitantes locales no querían dar clases porque tanto el sueldo como el prestigio eran escasos. Cuando se creó la Universidad de Malaui, llegaron nuevos profesores extranjeros (que iban a trabajar gratis) y hubo pocos profesores locales que quisieran sustituirles, por razones políticas. El dinero también era un problema, pero nunca faltaban los Mercedes Benz en los ministerios. Otros países enviaron formadores en medicina. Malaui empezó a tener enfermeros diplomados, pero éstos se iban a trabajar a Gran Bretaña, Australia o Estados Unidos, de modo que hacían falta enfermeros extranjeros para trabajar en el país. En Gran Bretaña, los enfermeros procedentes del sur de África constituyen la espina dorsal del Servicio Nacional de Salud.

Cuando el ministro de educación de Malaui robó los millones de dólares que constituían el presupuesto entero de su ministerio en el año 2000, y cuando el presidente de Zambia robó una cantidad aún mayor al año siguiente, y cuando Nigeria despilfarraba la riqueza generada por el petróleo, ¿qué ocurrió? Que Bono y otros personajes de los que simplifican los problemas africanos siguieron exigiendo el alivio de la deuda y el aumento de la ayuda. Durante una conferencia que di en la Fundación Gates, al señalar los éxitos logrados por las políticas responsables de Botsuana -en comparación con la cleptomanía de sus vecinos, las decenas de millones que han sido objeto de malversación a manos de los políticos en Zambia y Malaui-, me encontré con una respuesta evasiva. Los donantes hacen posible ese comportamiento cuando hacen la vista gorda ante las malas prácticas de gobierno y los verdaderos motivos por los que esos Estados están en bancarrota.

Gates ha dicho claramente que quiere deshacerse de sus miles de millones de dólares. Bono es uno de sus consejeros de confianza. Gates quiere enviar a África ordenadores, una idea poco productiva, por no decir una locura. Yo, en su lugar, ofrecería lápices y papel, fregonas y escobas: las escuelas que he visto en Malaui necesitan todo eso desesperadamente. No enviaría a más maestros, sino que contaría con que los habitantes locales se queden y sean ellos quienes den clase. La Facultad de Medicina de la Universidad de Zambia ha formado a miles de médicos y enfermeros, pero son pocos los que se han quedado en su país. Hace 10 años, Zimbabue era una nación próspera, con excedentes de alimentos. Hoy es una ruina, debido a las políticas destructivas del presidente Mugabe, que han provocado la expulsión de agricultores y la huida de trabajadores cualificados.

Los países africanos no carecen de mano de obra. No son los casos desesperados que parecen. Están desmoralizados por las malas prácticas de gobierno y trastornados por los donantes, las organizaciones de ayuda, la urbanización descontrolada y el burdo materialismo del mundo que les invade. Las montañas de ropa usada que se envían allí cada Navidad han destruido la industria textil africana, y la miseria que cobran los africanos por sus cosechas-café, azúcar, tabaco y té- ha sido un desastre para la agricultura.

En mi época, Malaui era un país frondoso y exuberante, poblado por tres millones de personas. Ahora es un territorio deforestado y erosionado en el que viven 12 millones; sus ríos están obstruidos por los sedimentos, y todos los años sufre inundaciones devastadoras. Los árboles se han talado, para combustible y para limpiar tierras en las que obtener cultivos de subsistencia. En sus primeros 40 años, Malaui tuvo dos presidentes: el primero, un megalómano que se llamaba a sí mismo el mesías, y el segundo, un estafador cuyo primer acto oficial fue colocar su rostro mofletudo en la moneda. Hace dos años, el nuevo presidente, Bingu wa Mutarika, inauguró su mandato anunciando que iba a comprar una flota de Maybach, uno de los coches más caros del mundo.

Muchas de las escuelas en las que dábamos clase hace 40 años están en ruinas, cubiertas de pintadas, con las ventanas rotas, invadidas por la hierba. Eso no se arregla con dinero. Un amigo mío muy prominente en Malaui me pidió una vez, en tono jovial, que mis hijos fueran allí a enseñar. "Les vendría bien". Por supuesto que les vendría bien. Ser maestro en África fue una de las mejores cosas que he hecho en mi vida. Pero no parece que nuestro ejemplo sirviera de mucho. Como es natural, los hijos de mi amigo de Malaui están trabajando en Estados Unidos y Gran Bretaña. A nadie se le ocurre animar a los propios africanos a involucrarse en las labores de voluntariado. Existen muchos jóvenes adultos en África, muy preparados y capaces, que podrían influir de forma mucho más positiva que un miembro del Cuerpo de Paz.

África es un lugar precioso, mucho más bello, más pacífico, más resistente y, si no próspero, sí más autosuficiente de lo que se suele mostrar. Pero, como parece un continente inacabado, totalmente distinto al resto del mundo, un paisaje en el que una persona puede crearse una personalidad nueva, atrae a los mitómanos, a las personas que desean convencer al mundo de lo que valen. Personas que pueden ser de todo tipo, y que están en todas partes. Cuando, hace poco, veía a Brad Pitt y Angelina Jolie en Sudán, acunando a niños africanos y dando lecciones al mundo sobre caridad, la imagen que me vino inmediatamente a la mente fue la de Tarzán y Jane.

En el caso de Bono, en su papel de señora Jellyby con sombrero vaquero, no sólo él está convencido de que tiene la solución a los males de África, sino que, como grita tanto, otras personas también parecen confiar en sus respuestas. De manera absurda, Bono fue en 2002 a África con el ex secretario del Tesoro estadounidense Paul O'Neil, para recorrer varias capitales. El tema de sus peroratas era el perdón de la deuda. Acababa de comer en la Casa Blanca, donde había hablado sin parar de la plataforma Más Dinero y de que los países africanos son extraordinariamente inútiles.

¿De verdad lo son? Si Bono hubiera examinado más de cerca Malaui, habría visto una encarnación antigua de su propia Irlanda. Ambos países se caracterizaron durante siglos por la hambruna, las disputas religiosas, las luchas intestinas, las familias difíciles de controlar, los jefes de clanes llenos de soberbia, la malnutrición, las cosechas arruinadas, las ortodoxias antiguas, la tediosa sociabilidad, los malos tratos a los niños, los problemas dentales y el mal tiempo. Malaui tenía el mismo sentimiento de agravio que Irlanda, también estaba colonizado por terratenientes británicos ausentes, y también estaba lleno de sacerdotes. Hace sólo unos años, en Irlanda no era posible comprar legalmente condones, ni se podía obtener el divorcio, mientras que (igual que en Malaui) había barriles de cerveza al alcance de cualquiera y la embriaguez era una maldición nacional. Irlanda, esa isla de inactividad, "la cerda que devora a sus crías", en palabras de Joyce, era el Malaui de Europa, y por muchos motivos idénticos, dado que su principal exportación consistía en los emigrantes, tanto trabajadores como charlatanes.

Produce tristeza pensar que a muchos africanos les resulta más fácil viajar a Nueva York o Londres que al interior de su propio país. Como el tío Manny y la tía Ruth envían una postal con un león desde Nairobi, parece que han estado en todo Kenia. Pero gran parte del norte de Kenia es una zona a la que no se puede ir. No hay avión ni prácticamente carretera que conduzca a la ciudad fronteriza de Moyale, en el límite con Etiopía, donde sólo encontré camellos escuchimizados y bandoleros itinerantes. El oeste de Zambia ni aparece en los mapas, el sur de Malaui es terra incognita, el norte de Mozambique sigue siendo un mar de minas. En cambio, es muy fácil salir de África. Un estudio reciente del Banco Mundial confirmaba que la emigración de personas cualificadas de países africanos de pequeño y mediano tamaño al Primer Mundo ha sido un auténtico desastre.

África no carece de mano de obra. De lo que carece es de fe en sí misma y, en general, de dirigentes. También aquí Irlanda puede ser un modelo. Después de siglos de apoyarse en otros países, los irlandeses descubrieron que, en vez de pedir limosnas, ellos mismos podían cambiar las cosas. Educación, prácticas de gobierno racionales, gente dispuesta a quedarse y un simple esfuerzo de diligencia han transformado Irlanda de una ruina económica en una nación próspera. En pocas palabras -¿me escucha, señor Hewson?-, los irlandeses han demostrado que quedarse en casa sirve de algo.

Paul Theroux es escritor estadounidense, novelista y autor de numerosos libros de viajes; entre ellos, El safari de la estrella negra: desde El Cairo a la Ciudad del Cabo.


Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.



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