S o b r e
l i b r o s
e
i m p u e s t o s
JUAN JOSÉ MILLÁS
IVA
Cuando usted se toma una pastilla para el dolor de cabeza, sólo se le quita el dolor de cabeza a usted. Pero cuando lee un libro, sus efectos terapéuticos se propagan al resto de la comunidad. Así es, por misterioso que parezca. Históricamente, los lectores siempre han sido una minoría, pero los valores de la Divina comedia o La Regenta o el Quijote han actuado no ya sobre quienes no los habían leído, sino sobre quienes ni siquiera conocían su existencia. Se trata de un fenómeno muy poco valorado que en otros ámbitos produciría asombro. Imaginen, si no, que la industria farmacéutica inventara un remedio contra la úlcera que sólo tuviera que tomarlo un enfermo de cada mil, aunque surgiera efecto en todos. Sería un éxito, y en cada país habría un funcionario ulceroso que con el desayuno se medicaría para el resto.
Eso es exactamente lo que hacen quienes leen: medicarse para sí mismos, pero también para los otros. El abdomen de las abejas tiene dos estómagos: uno privado y otro social. En el social sólo almacenan el néctar que luego depositarán en los panales para su uso público. Cuando leemos, por muy en solitario que lo hagamos, parte de la sabiduría adquirida se deposita en una especie de estómago social del que se beneficia la colectividad. Por eso La ciudad y los perros o Rayuela o Si te dicen que caí han influido en individuos que a lo mejor ni sabían leer. Es una lástima que una persona no pueda comer para las que no comen o andar para las que no andan, pero podemos leer para las que no leen.
Cuando uno conoce este efecto multiplicador de la lectura, es más responsable de lo que elige. El lector es una especie de funcionario que hace un servicio público a su comunidad. Esa mujer que, rodeada de hijos, abre un libro en la playa o ese chico que devora a Auster en el metro están trabajando para mejorar su entorno. Y no sólo no cobran por ello, sino que pagan impuestos. Si la minoría que lee dejara de hacerlo, la atmósfera se volvería irrespirable. Esto es tan evidente que parece mentira que los poderes públicos, a juzgar por su interés en que cada vez haya menos librerías, aún no lo hayan advertido. O quizá sí: de ahí que castiguen a los lectores y a los libros con el IVA.
El País